Partidos políticos: caros e ineficientes
Nuestro sistema de partidos está hundido en una crisis de confianza y credibilidad tan severa que arrastra a la vida democrática y política mexicanas.
El nivel de debate en el Congreso baja continuamente a discusiones tan bizantinas como vergonzosas. Realmente no queda claro quiénes son de izquierda o de derecha, liberales o conservadores, porque las posturas oscilan a conveniencia, haciendo a un lado la congruencia al punto de negar convicciones. La fobia generalizada es asumir costos políticos sobre temas espinosos pero necesarios.
En las campañas electorales vemos ataques y guerra sucia en vez de propuestas, marketing político sin ética y uso de tiempos oficiales en radio y televisión con mensajes insulsos y caros, producidos con dinero de nuestros impuestos. El Presidente de México se ha comprometido a reducir esos tiempos y a impulsar la austeridad también en los partidos.
Si el presupuesto se aprueba como está planteado por ley, los partidos políticos recibirán cinco mil 239 millones de pesos en 2020, o sea 273 millones más que este año. Con todo ese dinero podríamos construir, por ejemplo, 40 escuelas para tres mil estudiantes cada una. Imagine para todo lo que alcanzaría en equipamiento de clínicas, medicamentos u otras necesidades sociales prioritarias.
La democracia cuesta pero ¿debe ser tan cara? ¿No deberíamos aspirar a mucho más con menos? Reducir el dinero a los partidos políticos está en las manos de ellos mismos dado que se trata de reformar la ley que los regula. Hasta ahora únicamente el mayoritario ha puesto el tema sobre la mesa. En legislaturas pasadas hubo iniciativas como la del ex legislador independiente Pedro Kumamoto, que quedaron en la congeladora. Hay que cambiar para mejorar. No sólo son los partidos actuales. En el camino ha habido otros con existencias fugaces, pero que han resultado ser negocios muy lucrativos. Tras la elección federal de 2018, Nueva Alianza y Encuentro Social perdieron sus registros por no obtener siquiera 3 por ciento de los votos, pero recibieron nada más ese año 419 millones uno y 398 millones el otro.
¿No debería ser éste un punto de inflexión? ¿No sería más adecuado que la consecuencia de un verdadero trabajo de convencimiento entre los ciudadanos y de construcción real de una militancia sólida hiciera que sus propios simpatizantes fueran los principales aportantes para el sostenimiento de los partidos políticos? La competencia real impulsa a mejorar con creatividad y propuestas en vez de prácticas como la de postular candidatos que terminan llegando a puestos de elección popular sin la legitimidad necesaria ni los conocimientos mínimos para el desempeño de sus funciones.
En los largos años de reconstrucción democrática desde el autoritarismo hasta la alternancia, se argumentó que el financiamiento tenía que ser público para evitar que cayeran en las redes de intereses oscuros o el crimen organizado.
¿No llegó ya la hora de la transparencia, reglas bien diseñadas y una fiscalización eficaz en vez de tener que mantenerlos prácticamente por completo?
El precio de la democracia no es sólo dinero, también es tener reglas.