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La infamia



En su práctica médica cotidiana es absolutamente común que tengan que lidiar con falta de insumos, equipos y materiales mínimamente necesarios


Mariana Sánchez Dávalos, joven médica de 25 años, fue asesinada. No hay duda. Su cuerpo fue hallado el 28 de enero de 2021, ahorcado, en la habitación que ocupaba en Nueva Palestina, Ocosingo, Chiapas, comunidad donde hacía prácticas en la clínica de campo.


Ella había denunciado ante la directora a uno de sus compañeros, quien la acosaba continuamente. En una ocasión, ese sujeto se aseguró de que Mariana estuviera sola en el cuartucho que la clínica le daba para vivir, forzó la puerta, se metió a su cama y la manoseó. Como pudo, ella salió huyendo. Al día siguiente fue a presentar su renuncia y al no aceptarla, su jefa le ofreció unos tamales y le dijo que se tomara unos días de descanso para superar el susto, pero descontándoselos de los tres mil pesos mensuales que recibía como beca.


A su regreso, el temor de más acoso o de represalias tenían sus nervios al límite. Una noche antes de que su cuerpo fuera encontrado, tenía sus maletas hechas en la clínica para irse. Habló por teléfono con su madre, se escuchaba angustiada y apurada. Después, nada.


La fiscalía chiapaneca se apresuró a determinar suicidio por ahorcamiento y a incinerar el cuerpo. Cuando la madre de Mariana llegó a Chiapas, desde Saltillo, Coahuila, el cadáver de su hija ya estaba reducido a cenizas. Frente a la presión de los medios, la Secretaría de Gobernación exigió públicamente que el caso se investigara con perspectiva de género, pero sólo 48 horas después de la muerte ya no había cuerpo que analizar.


La madre de Mariana murió siete meses después sin haber obtenido justicia para su hija y el presunto acosador, principal sospechoso del feminicidio, Fernando Cuauhtémoc “P”, podría quedar libre dentro de poco tiempo.

Además del muy grave caso de feminicidio, la historia de Mariana es un ejemplo claro y muy representativo de la situación en que viven los médicos que atienden pacientes en zonas apartadas y marginadas.


El cuartucho que le proporcionaba la clínica eran sólo cuatro paredes maltrechas, sin mueble básico alguno mínimamente decoroso, con cucarachas y otros bichos insalubres. Compartía el baño con otros compañeros y para llegar a él tenía que cruzar un lote baldío. De internet o señal telefónica, ni hablar.


En su práctica médica cotidiana es absolutamente común que tengan que lidiar con falta insumos, los equipos y materiales mínimamente necesarios, además de los medicamentos indispensables en esas zonas, como antídotos para mordeduras de serpiente o contra piquetes de arácnidos e insectos frecuentes en esas localidades, o medicamentos y sueros contra las diarreas que suelen terminar quitando la vida a muchos ante la falta de sanidad y agua potable.


Esas son las condiciones con las que tienen que lidiar los médicos para mantener lo más posible la salud de las comunidades, para lo que después de cinco años en escuela de medicina y uno de internado, pasan, a partir del séptimo, a sobrevivir con apenas dos mil 400 pesos mensuales, en promedio, y sin estabilidad laboral alguna.


Si todo eso no es suficientemente malo, la situación empeora aún más, considerando que por lo menos 35 por ciento del territorio nacional, de acuerdo con datos de inteligencia del Comando Norte de Estados Unidos, está dominado por el crimen organizado que mantiene a los poblados sometidos, extorsionados y bajo una continua estela de violencia.


En efecto, de acuerdo con el Inegi, en México hay 2.4 médicos por cada mil habitantes, mientras que el promedio en los países de la OCDE es de 3.5. Pero no es que no haya médicos mexicanos capaces y bien preparados, es que las condiciones están muy lejos de ser las mínimas y humanamente aceptables.

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