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¿Liberal o neoliberal?

En serio, ¿Qué es ser neoliberal? Escucho esa palabra frecuentemente entre políticos como una etiqueta y casi como un insulto de quienes militan en grupos que se hacen llamar de izquierda hacia quienes creen en la competencia y el libre mercado.

El término es una falacia por dos razones. Una es que la búsqueda de la libertad no es nueva en ningún sentido. El llamado neoliberalismo, nombrado así en 1938 por Alexander Rüstow, sólo retoma la doctrina del liberalismo clásico y la replantea en el sistema capitalista. Otra es que en América Latina el concepto nunca ha sido real porque nunca ha habido un verdadero mercado libre.


En los 90, si bien se abrieron muchos sectores a la inversión privada, fue con sobrerregulaciones que distorsionaron el mercado. Aun a la fecha, emprender cualquier negocio pasa por océanos de trámites. Los controles estatales siguen siendo tan grandes que cierran la puerta a la verdadera competencia. Una cosa es el funcionamiento del liberalismo económico y otra que políticos sin ética hayan abusado del poder y generado esquemas de corrupción.


Quienes plantean una regresión al proteccionismo y el estatismo son neosocialistas. La experiencia arroja muchas lecciones sobre la ineficiencia de un Estado empresario. En 1988, el gobierno mexicano era el propietario de mil 155 negocios entre los que no solo había empresas de sectores estratégicos sino hasta fábricas de bicicletas, cines, hoteles y centros nocturnos que no reportaban utilidad alguna y operaban con absoluta opacidad.


La función del Estado no es esa sino administrar los recursos públicos, asegurar el acceso a una justicia eficaz, construir la confianza necesaria para la seguridad de las inversiones y garantizar la libertad para crear empresas en un ambiente de competencia sana e innovación que generen riqueza y la distribuyan mediante empleos remunerados y bienestar. La libertad es indispensable para la educación, las oportunidades, la creatividad y el desarrollo.


Todos aspiramos a la libertad de tránsito y de expresión. El principio es claro: la libertad de uno termina donde inicia la de los demás. ¿Es realmente necesario crear tantas leyes restrictivas y burocracia para que sea así?

Es por eso que la regulación de redes sociales es algo que debe debatirse ampliamente, como lo ha expuesto el propio impulsor de la idea, el senador Ricardo Monreal, quien sabe que la discusión pública construye democracia y libertad, ideal que todos los políticos deben perseguir. En su iniciativa plantea la “íntima relación entre la libertad de expresión y la democracia” que no puede ponerse en peligro al arbitrio de intereses poderosos y transnacionales.


Propone que las redes sociales operen bajo autorización del Instituto Federal de Telecomunicaciones y que este funja como árbitro en caso de que un usuario se inconforme por la cancelación de su cuenta. Si la autoridad considera que vulneran la libertad de expresión, la multa puede ser hasta de más de 89 millones de pesos.


En la experiencia internacional, el caso de Donald Trump es vital para entender el contexto. Utilizó las redes para llegar a la presidencia de su país y luego para violentar al Estado y azuzar la agresión. ¿Fue exagerada la decisión de las empresas de retirarle sus cuentas? Se erigieron en jueces sin toga, poder que no les dieron los ciudadanos, bajo el argumento de que no son un servicio público sino privado sujeto a términos y condiciones, no cobran una cuota sino viven de la publicidad. Sin embargo, el trasfondo es que esas empresas tenían desde tiempo atrás una pugna frontal con el gobierno de Trump.


Las regulaciones son prácticas cuando tienen una utilidad pública real. Cuando no, la libre empresa ha demostrado ser mucho más eficaz que las medidas coercitivas porque no hay castigo más fuerte que el abandono clientes insatisfechos.

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